miércoles, 30 de noviembre de 2011

Goya y la pincelada patética

Cualquier reseña personal es insuficiente y, por eso mismo, arbitraria. Pero no por eso menos infiel a la intencionalidad del autor. Francisco de Goya y Lucientes (Aragón, España, 1746; Burdeos, Francia, 1828) trazó su obra madura hace exactamente dos siglos. Y nosotros nos acercamos a ella junto a una premisa fundamental de toda obra humana: Las personas no somos; vamos siendo.
El Goya que dio la pincelada final a Los Fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío, entre los años 1812 y 1814, era hijo y, a la vez, padre de un tiempo singular. Tenía más de sesenta años, la mitad de los cuales los había dedicado como pintor cortesano de la dinastía Borbón en España. Para ellos había pintado temas costumbristas con majos y majas en los cartones para tapices durante los últimos años del siglo XVIII. El Siglo de Oro español había pasado; Velázquez era el referente principal en pintura. Pero no por ello Goya vivió tiempos grises.

El 3 de Mayo de 1808 en Madrid: Los fusilamientos de la Montaña de Príncipe Pío
FRANCISCO DE GOYA Y LUCIENTES (1746-1828)
Lienzo (268x347 cm) - Museo del Prado
 
La historia fatal
 
Cuando a partir de 1792 comienza a padecer una sordera, su caracter personal se altera al igual que su obra artística. Y también el mundo se vuelve mudo ante la primer victoria militar de la Revolución Francesa en Valmy. Las ideas liberales, anticlericales y antiabsolutistas corrían por Europa desde Francia. Años después, Napoleón Bonaparte, con su ejército, inauguraba la época imperial. España fue invadida por los franceses y Napoleón coronó rey a su hermano José; el pueblo español resistió a sangre y fuego. Se dio inicio a una época cruenta, a una guerra por la independencia, que tuvo también rasgos de guerra civil.
En 1812 los españoles de Cádiz sancionaron una constitución liberal el 19 de marzo, día de San José, que se llamó popularmente "La Pepa". «¡Viva La Pepa!» era el grito de los liberales; «¡Vivan las cadenas!» la consigna de los conservadores y monárquicos. El rey Fernando VII volvió al trono cuando Napoleón fue derrotado en toda Europa. Derogó "La Pepa", persiguió a los liberales españoles, y mandó castigar a los criollos que habían establecido gobiernos por su cuenta en América.
Goya, en tanto, daba la pincelada final a Los Fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío, acaso oyendo el sonido de la decadencia de su tiempo.
Goya retratándose usando un sombrero con cirios
El gusto sublime
 
La pintura de batallas como género tuvo un desarrollo intenso a partir de la Revolución Francesa de 1789. Fueron sus elementos recurrentes la violencia que daba nacimiento a la nueva época, la valoración del individuo a través de los derechos del hombre, y la voluntad racional elevada a la condición de divinidad laica. La pintura revolucionaria y napoleónica nos dan muestra de ello, bajo el rótulo de lo que los especialistas llamaron gusto sublime, esto es, que la violencia y la crueldad de los nuevos tiempos debían contenerse en una razón fundante, que permitiera explicar y legitimar la grandeza de la nación o del héroe. Así, el arte francés se nutre de una especial atención por el patetismo de los personajes, sus gestos y actitudes, antes que por las situaciones representadas.  


En Marat asesinado, J.L. David expone al jacobino miembro de la Convención en un espacio abstracto, como un mártir, cuya piedad se proyecta en la historia. La violencia del asesinato se sublima en la figura del héroe que, de esta manera, positiva el patetismo. 
 
Para la época napoleónica es destacable La batalla de Eylau de Antoine J. Gros. En dicha obra -que representa el combate que tuvieron franceses y rusos en 1807, y que causó más de 20.000 muertos-, la composición contiene tres planos: Un primer plano de muertos; de fondo, la batalla; y como centro plástico la figura de Napoleón Bonaparte con la actitud de un césar.
"La batalla de Eylau" de Gros. Óleo sobre lienzo 533x800 - Museo del Louvre, 1808.
 Son el realismo de las víctimas y del Emperador los que dan sublimidad a la obra, porque si es verosímil el horror también lo es el gesto compasivo y piadoso del héroe. 
El carácter histórico de esas pinturas debía tener un fin legitimador para la modernidad surgida del Antiguo Régimen. Veremos de qué manera Gros y Goya (uno francés y el otro español) plasmaron los sucesos de la invasión de Napoleón a España desde significaciones bien distintas y, dentro de ella, la contemporaneidad del genio aragonés.  

El juego de los opuestos
 
Cuando Goya dio la pincelada final a Los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío inició un diálogo. Aunque mucho se ha escrito, no hay pruebas de que dicha obra fuera una respuesta a La rendición de Madrid de Gros. Pero podemos pensarlo así.
Es notoria la contraposición de imágenes y significados. Cabe aclarar que, si hubo influencia, fue la obra del francés la que actuó sobre la de Goya, debido a las fechas de ambas creaciones (1810 y 1814 respectivamente). Ahora bien, observémoslas detenidamente.

"La rendición de Madrid" -Diciembre, 1808. Antoine-Jean Gros 
Gros ha representado la entrega y la humillación de los madrileños, que se arrodillan y bajan la cabeza ante un Napoleón sereno, firme, secundado por sus hombres, uno de los cuales sostiene en una mano el decreto de amnistía para los rendidos. Otra vez aquí los elementos sublimes del poder y la piedad.  

Goya, en cambio, corrige el «modelo» francés del gusto sublime. Reemplaza al héroe legitimador por los madrileños que mueren, singularizados en sus distintas actitudes: Desde los que rezan, los que no quieren ver la matanza, y el que hace frente a la descarga ofreciendo su pecho. A su vez, deshumaniza al pelotón de fusilamiento al hacerlo anónimo y sin rostro. 
 
 
 

Las figuras que inclinan la cabeza y unen sus manos en la pintura de Gros se corresponden a las que Goya hizo, pero en forma invertida, porque allí levantan los brazos y la cabeza (Aunque uno parece rezar, como si fuera un «guiño» a Gros). Es decir, lo que en Gros significa aire victorioso y de misericordia, en Goya es de resistencia y represión.

Plasticidad y patetismo

Y destaquemos algunos aspectos fundamentales del artista español. Primero, la plasticidad lograda a partir del color. Goya dibuja desde el color. La transparencia lograda en la camisa del patriota que alza sus brazos, son pinceladas sueltas sobre un fondo de color tierra. No «endurece» el trazo, sino que pinta en verdaderas manchas, logrando una plasticidad única.
Esta cuestión del color ha sido sugerida como un toque «impresionista» en Goya, a manera de ser el mentor de un movimiento que recién varias décadas después aparecería en la pintura. En realidad, no es así, y aclaremos por qué. 
Las obras de Goya son fulgurantes explosiones de color que surgen de las negras cavernas de su alma atormentada, es decir, que son el resultado de una experimentación emocional. En los impresionistas, en cambio, los ensayos en torno al color son puramente racionales, pues cuentan con un análisis minucioso sobre los efectos de la luz y los acomodamientos de la retina ocular.  
"La lechera de Burdeos" (1827), Óleo sobre tela - Museo del Prado
"La lechera de Burdeos" llamó la atención a los impresionistas por la soltura de la pincelada, hecha de «trazos». Sin embargo, el uso del color en Goya le otorga máxima plasticidad: Vemos que pone cerulios en el cielo, y naranja en el rostro de la joven, pasados apenas por amarillo. Una unión violenta del color, rasgo de su genialidad.
Es difícil encasillar la obra global de Goya, pero anotemos dos pilares de ella. Hay un mensaje estético, que vuela hasta el cielo, y es determinante sobre el otro mensaje: El humano, aferrado fuertemente a la tierra. En relación a ambos tiene que ver la eliminación del espectáculo heroico -apreciable en La batalla de Eylau de Gros- por un fondo de tinieblas en los "Fusilamientos...". Aquí la luz nos aproxima al drama: La noche, la fila de condenados que suben un pequeño montículo de tierra, contra un paredón -y fuertemente iluminados-, los muertos, y los gestos de los madrileños a punto de ser pasados por las armas, por un pelotón que está a poca distancia de sus víctimas, casi como la que puede tener el espectador a la obra.
De esta manera la proximidad alcanzada por Goya suprime la contemplación imparcial; busca hacer partícipe al observador.

 Esta visión de la guerra es contraria a la que forjó la modernidad -y el genio aragonés continuó esa línea en la serie conocida como «Los Desastres de la Guerra», en donde proyecta un mundo negativo y trágico-. Por eso Francisco de Goya es nuestro contemporáneo, a pesar que desde aquella pincelada final hayan pasado dos siglos. 

Agradezco la generosa colaboración del artista Jorge Manuel Varela en la crítica y correción de esta nota.

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